«A las 8 de la mañana llegó el primer camión de Chelmno. Quienes trabajaban en la fosa tenían prohibido volverse hacia los camiones, no dejaban mirar. Pero yo lo vi. Los alemanes, al abrir las puertas, se apartaban de un salto del camión. Del interior salía un humo oscuro. Hasta donde estábamos nosotros no llegaba ningún olor. Después subían al camión tres judíos e iban tirando los cadáveres al suelo (...). A los que estaban vivos, los alemanes les disparaban en la nuca. Después de descargar los cadáveres, el camión regresaba a Chelmno. Entonces dos judíos pasaban los cadáveres a dos ucranianos. Estos iban vestidos de paisano. Con unas tenazas arrancaban a los cadáveres los dientes de oro, les quitaban del cuello los saquitos con dinero, los relojes de las muñecas, los anillos de los dedos. Hurgaban en los cadáveres con tanto celo que daba asco (...). Los alemanes nunca registraban ellos mismos los cadáveres, pero a los ucranianos no les quitaban el ojo de encima mientras trabajaban. Y lo que estos encontraban, los alemanes lo metían en una maleta (...). Después de registrar los cadáveres, los colocábamos en la fosa (...). Un día, del tercer camión que llegó de Chelmno descargaron los cuerpos de mi mujer y mis hijos: el niño tenía siete años y la niña, cuatro. Entonces me tendí sobre el cuerpo de mi mujer y les dije que me dispararan. No quisieron dispararme. Un alemán dijo: El hombre es fuerte, todavía puede trabajar. Y se puso a pegarme con un palo hasta que me levanté».
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